Del baúl de los cuentos

Enterarse de que no figuraba en la Historia le causó mortal tristeza, y al mundo le ocasionó tanta gracia que el hombre no soportó ser el hazmerreír de todos.



Había una vez un personaje de rostro amargado, sin más profesión u oficio que vivir de los demás, hábil para mentir con verosimilitud y perverso, muy perverso. Lo suficiente como para hacer creer a varios millones de sus paisanos que trabajaba para el bien común.

Nuestro personaje sufrió en su momento la metamorfosis que suele transformar a los mentirosos: se volvió mitómano, pues acabó por creerse sus propias mentiras y la megalomanía se apoderó de su enfermizo entendimiento.

A tal grado crecieron estos males en el caldo de cultivo de sus constantes fracasos, que terminó por creer que él era el nuevo profeta, el enviado del Olimpo para ser venerado y loado por los simples mortales, buenos y sabios, como él llamaba a quienes lo seguían dócil e incondicionalmente.

Un día, la gente de su país, harta de los robos, los abusos y las simulaciones de sus gobernantes, comenzó a caer en la falsa esperanza, en la manipulación cuidadosa que logró incluso reclutar a algunos seres pensantes, ajenos a la masa buena y sabia, independientes y, en algunos casos, honestos.

Con el apoyo logrado a partir de una estrategia mediática, más que política o filantrópica, se hizo con el poder, mientras crecían su mitomanía y el culto de sí mismo.

Pero, como no sabía gobernar, poco a poco las filas de quienes no creyeron nunca en sus gambitos se engrosaron con los cada vez más desengañados que habían visto en este hombre un rayito de esperanza para recomponer a su país, y ahora descubrían que su proyecto, en el fondo, no tenía que ver nada con esa recomposición.

Quienes no se plegaban a los deseos del personaje fueron bautizados mañana tras mañana con diversos calificativos: retardatarios, contrincantes, neofascistas y mil etcéteras. Cada vez eran más, y el personaje los descubría en todas partes. Muy pronto se sumó a su cuadro clínico un impensable delirio de persecución, naturalmente asociado a otro: el delirio de grandeza.

Un día, reunió a sus voceros, como cada mañana, para decirles, ante el azoro de cada vez más seres normales, que investigó y descubrió que un par de eventos internacionales habían sido enderezados en contra de su excelsa persona.

Eran actividades que anualmente reunían, en una ciudad del país de nuestro hombre, a intelectuales y artistas de todo el mundo para exhibir y difundir su obra, y que en los últimos dos años –aseguraba el supuesto profeta– habían sido estructurados sin más finalidad que desprestigiar su impoluta acción popular.

Grande fue su disgusto, pero poco el tiempo que debió padecerlo, pues de pronto, como en un arrebato de lucidez, descubrió que no sólo estaba lejos de ser él un personaje de enorme grandeza, sino que los organizadores de los eventos no sabían siquiera de su existencia.

Enterarse de que no figuraba en la Historia le causó mortal tristeza, y al mundo le ocasionó tanta gracia que el hombre no soportó ser el hazmerreír de todos y, lastimeramente, se apagó poco a poco hasta desaparecer.

Hoy yace en alguna fosa común, donde nadie lo recuerda ni quiere recordarlo, y sus paisanos siguen luchando por la felicidad y el bien de la sociedad, pero repudian a todos los falsos pastores y a los predicadores mentirosos.

Colorín colorado, esta historia –ficticia, por supuesto– ha terminado… ¿O no?

 

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