La inseguridad, una amenaza creciente

Es inaplazable el alzar la voz para exigir un cambio radical de rumbo al gobierno federal, porque sus “risitas” son un agravio para los mexicanos incluso para aquellos con cuyo voto llegaron al poder.



Las risas del presidente preguntando “¿Dónde están las masacres?”, mientras le muestran la referencia periodística que daba cuenta de ellas, tristemente, quedará como referencia para explicar en el futuro el profundo fracaso en el combate a inseguridad de este gobierno.

La inseguridad es un término muy amplio, pues abarca una variedad de situaciones que llevan a la población a sentir que su persona, su familia y sus posesiones están bajo amenaza. La concreción de esa amenaza en muchos casos se da como consecuencia directa de una acción criminal, pero en muchas otras es resultado del enfrentamiento de grupos criminales. Por esas situaciones indirectas, se puede perder la vida al quedar en un fuego cruzado o se puede perder el hogar al tener que desplazarse de zonas conflicto o padecer ahí mismo un sinnúmero de vejaciones.

La medición de tan variadas situaciones resulta difícil. Por ello, se suele acudir al conteo de los homicidios dolosos para tener una especie de termómetro de la violencia como expresión máxima de la inseguridad. Esta cifra resulta medianamente referencial pues existen ciertos mecanismos legales que obligan a reportarlos, además de que refleja la “libertad” que sienten personas o grupos criminales para enfrentarse unos con otros sin consecuencias judiciales.

Los números en este termómetro presentan cifras nada favorables para la política gubernamental, sobre todo si se compara con sexenios anteriores que se intentan presentar como más violentos. En los primeros 37 meses de gobierno de Calderón, se contabilizaron 43 mil 525 asesinatos; en el de Peña, 65 mil 834 y en el gobierno actual fueron 109 mil 294. Si se suman las cifras de los dos sexenios anteriores, juntos sólo superan al actual por 65 asesinatos y cabe señalar que 21 de esos meses la actividad del país se ha visto afectada por la pandemia, que en teoría habría limitado la movilidad general de la población.

En esta última semana, además, se han presentado nuevamente eventos que van a más allá de los homicidios utilizando los cuerpos de los asesinados para mandar mensajes. Destacan dos eventos: en Zacatecas, se dejan 10 cuerpos frente al Palacio de Gobierno y en Veracruz, no sólo se dejan los cuerpos a la vista, sino que se difunde un video con reclamos entre facciones e implicando a personajes del gobierno local.

No falta el que dice que esos niveles de violencia son únicamente entre los grupos del crimen organizado. Esta actitud no sólo olvida que hay poblaciones que sufren el embate de esas manifestaciones de control territorial, sino que diluye la obligación de los tres niveles de gobierno de evitar la muerte de ciudadanos y de desmantelar a cualquier grupo que esté involucrado además de en asesinatos, en actividades criminales. Es un asunto básico de gobernanza, o debería serlo.

No se necesita tener una bola de cristal para afirmar que estas situaciones no van a contenerse, al contrario, van a escalar de forma exponencial los próximos años porque el gobierno actual desde el primer momento renunció a ejercer en su función de contrarrestar a los criminales cuando anunció su política de “abrazos, no balazos”.

Y los abrazos han sido constatados de manera real con los saludos y la convivencia con la madre de uno de los referentes de ese mundo criminal, y de forma metafórica con la liberación del hijo de ese mismo referente que ya había sido detenido por elementos de la Marina. Esos sucesos emblemáticos son los que se han quedado en el imaginario colectivo, pero más grave es lo que parece ser la orden no dicha de que se les deje hacer y deshacer sin intervenir.

En este renglón, se debe señalar que la creación de la Guardia Nacional lejos de abonar a un combate al crimen organizado, ha venido a ser justo lo contrario. La Guardia Civil se creó engañando a propios y a extraños, pues en lugar de crear una fuerza independiente y con mando civil que cumpliera las tareas policiacas (fuerzas que existen en casi todos los países del mundo para los asuntos internos), se le dotó de un mando militar, se llenó con militares y marinos que incluso dobletean turnos y ahora, se pretende formalizar su integración legal a las Fuerzas Armadas con una reforma constitucional. De esta manera, se ha “unificado” en una sola corporación el combate al crimen con lo cual se logra un control vertical, pero también que la posible corrupción se “unifique”. En términos muy coloquiales, se han puesto todas las manzanas en la misma canasta y con una que esté podrida bastará.

Esta estrategia podría ser fruto de la probada incapacidad para generar políticas exitosas (o por lo menos funcionales) que no lleven el apoyo/sello/liderazgo de la organización militar. Básicamente, fruto de la renuncia a ejercer como gobernante de forma cabal (o por lo menos intentarlo). O, peor aún, son fruto de un diseño precisamente dirigido a vulnerar al único brazo que podría tener el nivel, el armamento y las tácticas para así favorecer al crimen organizado.

En la medida en la que arrecía la violencia, el tejido social se desgasta y en la medida en el que el tejido social se desgasta, se favorece la violencia. En otras palabras, se alimenta un círculo vicioso cuyas consecuencias no podemos todavía calibrar; pero que las últimas elecciones nos dejó vislumbrar un escenario terrorífico: la anulación total de la democracia y la suplantación de la voluntad popular en la elección de las autoridades.

El precio que está pagando la sociedad es cada día más alto y el punto de no retorno parece cada día estar más cerca. Por lo cual, es inaplazable el alzar la voz para exigir un cambio radical de rumbo al gobierno federal, porque sus “risitas” son un agravio para los mexicanos incluso para aquellos con cuyo voto llegaron al poder.

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