México; volver a empezar, voluntad

Volver a empezar: la práctica de la voluntad

He aquí la conclusión a la que llegó Stanley Schachter, un investigador de la Universidad de Minnesota, tras haber pasado meses y meses trabajando con fumadores empedernidos y personas obesas: «La mayoría de los que intentaron bajar de peso o dejar de fumar, finalmente lo consiguieron». (Recidivism and self-cure of smoking and obesity, 1982).



¡Como para morirse! ¿Es que no sabíamos esto ya, o por lo menos lo sospechábamos? ¡El que se propone una meta, seguramente la alcanza tarde o temprano! ¿Quién es el tonto que ignore una verdad tan elemental? ¿Era necesario ser psicólogo y aplicar miles de test para llegar, al final, a anunciar con bombos y platillos esta verdad de Perogrullo? ¿Estaba bromeando Stanley Schachter, se había vuelto loco o quería únicamente, como se dice, tomarles el pelo a sus lectores? Pues no, no estaba jugando, y pedía seriedad para con su descubrimiento.

Porque, sí, el hallazgo era mucho más importante de lo que podía parecer a primera vista. «La mayoría de los que intentaron bajar de peso o de dejar de fumar, finalmente lo consiguieron».

¿Qué es lo que nosotros sabíamos respecto a esto? Que la voluntad lo puede todo, o por lo menos casi todo. Eso fue lo que nos enseñaron nuestros padres en la casa y nuestros maestros en la escuela, pero nos faltaban pruebas; en una palabra, lo sabíamos sólo por vía de autoridad, ya que nadie, hasta entonces, se había tomado la molestia de demostrárnoslo con las pruebas en la mano.

Ahora bien, el mérito de Stanley Schachter está en que él sí tiene tales pruebas y además nos las muestra. Escuchemos lo que dice:

«La clave para controlar los comportamientos no deseados es la práctica. En efecto, la típica persona que ha dejado con éxito de fumar durante varios años, es la misma persona que nos dice que lo ha intentado varias veces. Al comienzo, dejar de fumar resulta doloroso y va asociado con diversos síntomas de retraimiento. Con el paso del tiempo y con la práctica, poco a poco se va haciendo más fácil dejar de fumar, beber, comer o perder peso sin pensar en ello o sin realizar mucho esfuerzo».

Mark Twain (1835-1910), en son de broma, dijo una vez en el transcurso de una conferencia: «¡Señores! Dejar de fumar es la cosa más sencilla del mundo. Yo ya lo he hecho veinte veces».

¿Quería decir con esto que en realidad era imposible? ¡Pues que lo siga haciendo hasta que al final lo logre! Tal sería el consejo de nuestro querido Stanley Schachter, quien sigue diciendo así en su famoso ensayo: «Cuantas más veces se someta una persona a este tipo de programas, más probable es que finalmente logre su objetivo. Si trasladamos las conclusiones de este trabajo a la vida corriente, podemos afirmar que, si una persona ha tratado infructuosamente de renunciar a un comportamiento no deseado, debe volver a intentarlo. Cuantas más veces trate de dejarlo, más sencillo le resultará».

¡Pobre de mí! ¡Y yo que pensaba que se trataba de una burla de mal gusto! Pero era, más bien, la confirmación seria, digamos que científica, de las posibilidades de nuestra voluntad. Cuando uno ha caído setenta veces siete, como dice la Escritura, es el momento de levantarse una vez más: la meta estará ahora más cerca que nunca.

Graham Greene (1904-1991), el novelista inglés, definía el sacramento de la confesión como aquello que tiene lugar entre dos pecados. Aunque creía en el poder de la gracia, no creía ni siquiera mínimamente en el poder del esfuerzo. «¿Para qué confesarme si volveré a pecar?», «¿para qué levantarme si me volveré a caer?». ¡Si así pensara el niño que comienza a dar sus primeros pasos, estaría perdido, pues lo cierto es que se caerá una y mil veces antes de aprender a caminar con soltura y elegancia!

Una vez, una mujer que estaba peleada a muerte con una de sus vecinas se acercó a confesarse, y aprovechando la ocasión, le dijo su enemiga en voz baja:

-Eres esto, lo otro y lo de más allá. Y aprovecho para decírtelo ahora, pues cuando salgas de allí a donde vas ya no podrás decirme nada.

-Ah –respondió la penitente–. ¡Aprovéchate de mí, perra maldita! Pero si crees que voy a durar en gracia mucho tiempo, te equivocas. ¡Y entonces sabrás quién soy yo!

Tampoco esta mujer creía mucho en el poder del esfuerzo. Pero tampoco creía en la gracia.

Me decía en cierta ocasión un hombre de mediana edad:

-Yo ya no me confieso. ¿Para qué? ¡Es siempre lo mismo! Cuando salgo del confesionario me siento como nuevo. ¡Qué paz se apodera de mí! Pero apenas pasan unas horas o, a lo mucho, unos cuantos días, y vuelvo a cometer los mismos pecados de siempre: murmurar, blasfemar, reñir a los que tengo cerca. ¡No, padre, conmigo no hay remedio!

-¿Y para qué te bañas si te has de volver a ensuciar? –le pregunté.

El hombre se me quedó viendo, sonrió y luego se quedó callado durante mucho tiempo; es más, sigue callado hasta el día de hoy, pues ya no me dijo nada, ni tampoco he vuelto a verlo.

En efecto, ¿para qué bañarme hoy si ya mañana tendré que repetir la misma operación de siempre? Sólo que nadie se atreve a formular en voz alta esta pregunta por evidentes motivos de decoro.

«El verdadero sentido del fracaso –escribió una vez Jean Lacroix (1900-1986), el filósofo francés– está en que nos esforcemos en recobrar incesantemente el dominio sobre nosotros mismos, en reconquistarnos»; o sea, en volver a empezar. El fracaso no quiere decir sino una sola cosa: que es preciso intentarlo otra vez.

«Cuantas más veces trate alguien de dejar algo no deseado, más fácilmente lo conseguirá». ¡Excelente noticia para quienes, como yo, casi nunca consiguen lo que quieren a la primera!

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* Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no constituyen de manera alguna la posición oficial de yoinfluyo.com


 

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