No desesperarse

Aventuras de una maestra

Una vez, una joven maestra recién egresada de la Escuela Normal leyó en alguna parte que se preparaba una campaña de alfabetización en África y decidió enrolarse en ella como voluntaria.



Sus padres, a quienes la idea no hizo ninguna gracia, trataron de disuadirla diciéndole que aquellas tierras eran peligrosísimas para una mujer tan poco apta para los climas extremosos y los trabajos pesados, pero ella no hizo caso y persistió en su propósito. «¿No es verdad que si uno ha recibido tiene que dar a su vez?», dijo a una de sus hermanas, que con la mirada le pedía que no se fuera. Al final, la madre tuvo que reconocer que su hija hablaba con razón, y hasta recordó que en sus años de soltera a ella también le hubiera gustado hacer algo semejante. Además, ¿no había tratado de inculcarle desde sus primeros años la elogiosa virtud de la generosidad?

Y la joven partió. Su destino fue una aldea que ni siquiera figuraba en los mapas nacionales.

Con sacrificios de protomártir aprendió la lengua del lugar, y cuando se sintió provista de un vocabulario más o menos aceptable dio a conocer a los naturales del lugar todo lo que quería enseñarles y todos sus sueños. Los habitantes de la aldea estaban emocionados. ¡Por fin alguien se ocupaba de ellos! Tan alegres estaban que prometieron solemnemente enviarle sus hijos todos los días de ocho de la mañana a una y media de la tarde.

El primer día de clases, la maestra habló a sus alumnos de la importancia de la higiene personal para un sano desarrollo físico; ponderó todas y cada una de los atributos del agua y se hizo lenguas elogiando la virtud de los jabones. Y mientras hablaba y hablaba, los niños reían.

«¿Se estarán burlando de mí?», se preguntó presa de cierta incomodidad. Pero siguió adelante. Al día siguiente les habló de otros asuntos igual de importantes, y los niños a vuelta con la risa. La maestra estaba ya francamente molesta. «Pero, ¿de qué diablos se ríen? ¿Será de mi nariz? Pues la suya no es muy bonita que digamos». Y así durante el primer mes y el segundo: ella hablaba y los niños reían. «Y, por encima de todo, cínicos», se decía la pobre mujer, ya al borde de la histeria.

Pasó el quinto mes y las cosas siguieron como al principio. «¡Esto es demasiado! ¡Me voy! He soportado los mosquitos prácticamente sin inmutarme, he soportado malos olores, feos calores y terribles sabores como una estoica, pero esto ya es demasiado. No voy a permitir que ningún negro se pase la vida burlándose de mí. ¡Está decidido: me voy!».

Tomó sus cosas, las pocas cosas que había llevado consigo, y regresó a su casa sin decir a nadie ni media palabra. Si no cobraba un centavo, si todo lo había hecho por pura buena voluntad, ¿por qué la trataban de ese modo?

Dos años después, cuando supo que habían regresado las demás voluntarias, fue a reunirse con ellas sólo por el puro gusto de oír cómo se quejaban de su amarga experiencia. Pero éstas, para su sorpresa, no contaron más que maravillas.

-Supimos que te regresaste pronto, dijo una de ellas, pero nunca nos enteramos por qué. ¿Te enfermaste allá?

Entonces, con toda la rabia acumulada en todo ese tiempo, la maestra frustrada les habló de esas risas que le crispaban los nervios. Todas callaron.

-Ah, ¿fue por eso? ¿Por las risas? También a nosotros nos molestaban al principio, pero pronto comprendimos que aquellas gentes, como no tenían otra cosa que dar, nos daban un poco de su risa. Era riéndose con nosotros como querían pagarnos, ¿no es verdad? –preguntó otra a sus demás compañeras.

La mujer no daba crédito a lo que estaba oyendo. Y si eso era verdad, ¿no se había apresurado a hacer maletas? Sí, se había apresurado… ¡Qué lástima!

He tomado esta historia de un libro de Wilbur Schramm (1907-1987), el famoso teórico de la comunicación. Él la utilizó para explicar la necesidad que hay de que en todo proceso comunicativo los interlocutores posean un campo de experiencia que les sea común. A mí me pareció que sería útil utilizarla (aunque adaptándola y confiriéndole una cierta forma narrativa) para hablar de la necesidad de la paciencia, virtud que podría ser definida como el arte de esperar sin alterarse demasiado.

¡Nos desesperamos con tanta facilidad! «Qué fiesta más aburrida», dice la joven al no encontrar en la fiesta a ningún muchacho que satisfaga sus expectativas, y se va a su casa a rumiar pensamientos descorazonadores acerca de su persona; lo que nunca sabrá es que cinco minutos más tarde llegaría aquel a quien que buscaba en secreto. «Qué vida más absurda», dice el desesperado, y se la quita, ignorante de que al día siguiente aparecería en su horizonte quien le iba a devolver el gusto de vivir…

Hacer maletas es siempre peligroso, pero hacerlas intempestivamente es más peligroso aún: podría ser demasiado pronto.

 

@yoinfluyo

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* Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no constituyen de manera alguna la posición oficial de yoinfluyo.com

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