El fuego y su atractivo

El fuego, como el mar o el impacto del aire en las hojas de los árboles, atraen nuestra atención, nos enganchan y podemos quedarnos contemplando aquello durante bastante tiempo.


El fuego y su luz


El fuego que acabó con buena parte de la catedral de Nuestra Señora en París, acude reiteradamente a mi memoria. Si las imágenes a distancia eran impresionantes, cómo habrá sido el impacto en quienes las contemplaron directamente y fueron testigos del tiempo en el que lucharon contra él. Escenas que llevan a pensar en el incendio de Roma o en los incendios en los bosques: grandiosos espectáculos, pero devastadores. Subyugantes y aterradores.

Fuego he venido a traer a la tierra (Lc 12, 49-53). Las palabras de Nuestro Señor Jesucristo son veraces, es Dios y hombre verdadero. No se equivoca y su mensaje nos abre caminos de bien. Sin embargo, el contenido de sus palabras excede nuestra comprensión porque nos dicen muchas cosas y porque el bien que nos promete Dios es auténtico: natural y sobrenatural y el nuestro es corto, muy terrenal, pero sobre todo, si lo desvinculamos del querer de Dios se vuelve contra nosotros.

El uso del fuego del que hemos sido testigos, nos hace ver que con este elemento como con cualquier otro que esté a nuestra disposición, hemos de seguir una serie de normas de prudencia para poder alcanzar buenos resultados. Hemos de tener la capacidad de trasladar las experiencias a otras circunstancias, ahora la experiencia es con el fuego, pero diariamente hay otros elementos más comunes, como el agua, la luz, los energéticos… Hacer transferencia es un modo de aprender las lecciones que nos da la vida.

El fuego, como el mar o el impacto del aire en las hojas de los árboles, atraen nuestra atención, nos enganchan y podemos quedarnos contemplando aquello durante bastante tiempo. Quienes tienen dotes para compartir y eternizar esas experiencias las pueden plasmar en pinturas, en música o en fotografía. Todo ello muestra la natural tendencia a observar, a conservar y a compartir. Tenemos una naturaleza y ella se manifiesta.

Pues lo mismo el fuego, tiene una naturaleza y se manifiesta. Pero el ser humano está para administrar a las criaturas, también al fuego. Para ponerse en condiciones de ser buen administrador es necesario conocer que es aquello que tenemos entre manos y luego poder decir cómo, cuándo y dónde lo vamos a aprovechar.

El fuego es una realidad compleja, requiere condiciones ambientales y combinación de elementos para producir la combustión. En la antigüedad se consideró uno de los cuatro elementos constitutivos de la naturaleza. La realidad del fuego es sutil, cambiante, caprichosa. Se aprovecha para iluminar y para calentar. Pero se ha de acotar porque tiende a difundirse agresivamente si encuentra elementos inflamables. Por lo tanto, el ser humano no puede “jugar con fuego”, como se dice coloquialmente, tiene que poner límites para controlarlo.

La responsabilidad de las personas al utilizar el fuego parte del conocimiento del comportamiento de este elemento. Hay que circunscribir su radio, porque si se sale causa estragos. Sin embargo, el peor estrago está en el interior de cada persona, la intención para utilizar cualquier recurso ha de buscar el beneficio personal y social. En el fuego encontramos muchas posibilidades y así la historia nos enseña cómo se ha utilizado. Para bien: en chimeneas y en cocinas para calentar o preparar alimentos; en velas y hachones para iluminar.

La responsabilidad de perseverar en el buen uso de los recursos se arraiga en el firme deseo de conocer y seguir la Voluntad de Dios, para ello hay dos pistas: la de los Mandamientos de la ley de Dios y la de la naturaleza de las cosas. Si actuamos dentro de estos contextos garantizaremos la bondad de nuestros actos y sus consecuencias.

Cuando las personas despreciamos estos faros quedamos sometidos a nuestras pasiones y a nuestra ignorancia. Entonces provocaremos incendios para destruir por venganza o por afán de poder. Construiremos armas que quemen y desmoronen. Por el contrario, el fuego que Cristo ha traído a la Tierra es el que quita las impurezas, el que transforma y reinicia un ciclo para mejorar. El fuego interior que quema nuestros vicios y deja espacio a nueva vida. El fuego del que Cristo habla es el producido por el amor, por el afán de purificar y embellecer.

El papa Francisco, recientemente a un grupo de estudiosos y difusores del contenido de la Biblia, les ha hecho ver que los textos de la Biblia son como fuego y viento que con su creatividad alargan el horizonte de los creyentes.

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* Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no constituyen de manera alguna la posición oficial de yoinfluyo.com

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