Salir de Egipto

El amor hacia una persona puede cambiar el rumbo de nuestras vidas, incluso llegando a desatarnos de la familia misma.



“Empieza a salir quien empieza a amar”, dijo San Agustín (354-430) al comentar un día, en la Catedral de Hipona, el salmo 64. El éxodo leído en clave de amor, la salida de Egipto como figura de esa otra gran salida de uno mismo que es amar.

El que ama, sale, dejando atrás padres, casa y hermanos, el jardín en el que jugó, los cuadernos en los que aprendió a hacer garabatos y los libros en cuyos márgenes dibujó sus primeros corazones. Como Abraham, como Moisés, el que ama emprende un largo camino en el que se le irá la vida.

Éste, a partir de entonces, ya no se preocupará obsesivamente por sí mismo, ni pensará sólo en sus intereses, pues su yo ya no tiene sentido más que en relación con el tú al que ama. Se pregunta: “¿Cómo es que pude vivir tanto tiempo sin él, sin ella?”. La vida sin esta persona le parece inconcebible, y porque en el pasado vivió lejos de su mirada, el pasado ya no le interesa: lo puede dejar atrás. “¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra, y que por eso dejará el hombre a su padre y a su madre para unirse a su mujer?” (Mateo 19,4-5).

Amar significa abandonar la casa paterna, es decir, exiliarse, desterrarse. ¿Y qué otra palabra hay en el diccionario más terrible que ésta, que significa perder la tierra en la que hasta ahora y casi sin advertirlo se había sido más que feliz? Pero se trataba de una felicidad inconsciente, de una felicidad que se ignoraba a sí misma, y por eso el que anda en amores la desprecia: él, ahora, quiere ser feliz de otra manera.

El amor de su padre, de su madre, de sus hermanos y hermanas apenas lo conmueven: estos amores los tiene ya, pues son gratuitos; lo que él quiere en esta nueva etapa de su vida es un amor de otra especie: un amor que no se dé por descontado y que le cueste: un amor no regalado, sino conquistado. Y, así, un día se trepa al caballo de sus deseos, llena sus alforjas con ilusiones y dice como el Cid antes de abandonar las tierras de Castilla: “Agora nos partimos, Dios sabe el ajuntar”.

Empieza el Éxodo, y, con él, las ceremonias de la despedida. Las últimas cenas en la casa de su padre las hará de prisa, de pie y atragantándose, como los judíos en la noche de Pascua. Tiene prisa por salir. Lo espera otra tierra, una tierra que mana leche y miel. De su casa no se llevará casi nada; parte, como decía Machado, ligero de equipaje. De hecho, un turista llega siempre con más maletas a Madrid que un recién casado a su nuevo hogar: no quiere que nada ni nadie le entorpezca el paso.

Pero no es fácil salir. ¿Quién dijo que lo era? Basta leer el libro del Éxodo para darse cuenta de que los judíos, una vez cansados de tanto caminar, empezaron a extrañar las ollas de Egipto, esos platillos suculentos que les preparaba mamá sin quitarles el sueldo. ¿Por qué salieron de Egipto si allí, después de todo, no lo pasaban tan mal? Y se agitaban entre las dunas, diciendo: “¿Acaso no había sepulturas en Egipto para que nos hayas traído a morir en medio del desierto? ¿Qué has hecho con nosotros sacándonos de Egipto?” (Éxodo 14,11). Gruñen contra Dios (tal es el verbo del original hebreo: gruñir) por haberlos engañado con espejismos. “Por el odio que nos tiene nos ha sacado Yahvé de Egipto, para entregarnos a manos de los amorreos y destruirnos” (Deuteronomio 1,27).

“¡Así que esto era el amor!”, exclama el recién salido cuando sus pies pisan por primera vez las piedras ardientes del desierto. “¿Solamente esto? ¡Y yo que creí que…! ¿Dónde está entonces esa famosa tierra que mana leche y miel?”. Mira hacia el infinito y no ve más que arena, soledades que no se acaban. Se desespera.

Secretamente, aprovechando las fugaces ausencias de aquella que lo expulsó de Egipto, le viene la tentación de construirse un becerro de oro, un ídolo que lo consuele y lo saque del apuro en el que se ha metido.

Las comidas en el desierto le parecen insípidas. ¡Siempre saben a lo mismo! «¿Para qué nos sacaste de Egipto, para matarnos en el desierto? No tenemos ni pan ni agua y ya estamos hartos de esta miserable comida» (Números 21,5). ¡Qué distinto era comer en Egipto, en casa de su madre! ¡Ella sí que sabía hacer las cosas! En Egipto, además, podía darse el lujo de abrir una cuenta de banco y comprarse un auto modesto, aunque del año; en cambio ahora todo lo tiene que dar para no recibir a cambio más que esa comida que ya le sabe a plástico o a algo aún peor. Incluso llega a preguntarse: «¿Y por qué tengo que mantener a esta panza aventurera?»; se lo pregunta cuando ve encima de su cama dos o tres bolsas de El corte inglés llenas de vestidos y pantalones todavía con la etiqueta puesta…

El amor humano y el matrimonio cristiano leídos desde la aventura de la salida de Egipto. ¡Jamás se me había ocurrido! Sería, sin duda, una lectura provechosa. Los esposos deberían leer juntos el libro del Éxodo, pues las pruebas de aquellos peregrinos en el desierto son, sin duda, sus propias pruebas en este otro desierto en el que a veces se convierte el amor. El desierto del amor: así tituló, ni más ni menos, François Mauriac (1885-1970) una de sus novelas más bellas.

Leer juntos el libro del Éxodo. Claro, siempre y cuando reconozcan, al final de la lectura, que también para ellos fueron dichas estas palabras: “No temáis, estad firmes y veréis la salvación de Dios, pues los egipcios que ahora veis, no los volveréis a ver jamás. Yahvé peleará por vosotros; vosotros no os preocupéis” (Éxodo 14, 13-14). Después de tanta lucha, sol y arena siempre estará la tierra prometida.

 

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