Un mundo serio

Desconfiemos de la gente demasiado seria: lo más seguro es que sólo quiera hacerse respetar, y por eso se pone tiesa.


Personas serias 


«Conozco un planeta donde hay un señor colorado. Nunca olió una flor. Nunca contempló una estrella. Nunca amó a nadie. Nunca hizo otra cosa más que sumas. Y todos los días repetía: “¡Soy un hombre serio! ¡Soy un hombre serio!”. Y eso lo hacía henchirse de orgullo».

Es casi seguro que cuando Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944) escribió estas palabras en algún lugar de El principito, no pensaba más que en el planeta tierra y en los millones de señores colorados que viven en él: individuos que no se emocionan con la belleza de las cosas, que jamás han olido una flor ni contemplado una estrella; que en su vida no han hecho otras cosas que no fueran sumar, contar, comprar y vender, y que luego exclaman llenos de orgullo: «¡Nosotros somos serios y no perdemos el tiempo en tonterías!». 

A veces me da por pensar que si en algo aventajamos a los hombres y mujeres de otros siglos es únicamente en nuestra seriedad. Hoy somos más serios que nunca, pero serios de una seriedad antipática, fría, cadavérica. 

En 1863, Jules Verne, el famoso autor de novelas de aventuras, se puso a imaginar cómo serían los jóvenes managers parisinos de mediados del siglo XX, es decir, de cien años después, y llegó a la conclusión que no podrían ser más que «hombres sin juventud, sin corazón y sin amigos» (Paris au XXe siecle), es decir, personas profundamente avinagradas y serias. ¿Cómo hizo Verne para acertar una vez más? En efecto, así son los managers en la actualidad, y no únicamente los parisinos…, y ya ni siquiera sólo los managers. Todos, de alguna manera, nos hemos convertido en hombres sin juventud, sin corazón y sin amigos. 

Hay muchas teorías que intentan explicar eso que podríamos llamar «la irrupción de la seriedad» en nuestras sociedades cosmopolitas y posmodernas. Hay quienes dicen, por ejemplo, que la culpa, en el fondo, la tienen esas espantosas megalópolis nacidas de la industrialización en las que nos hemos visto obligados a vivir desde el siglo antepasado. El campo se ha ido a vivir a la ciudad, a las áreas urbanas, es decir, a zonas donde nadie conoce a nadie; es natural, pues, que las relaciones se desarrollen según la lógica de la mera funcionalidad y sean, por lo tanto, sumamente impersonales y frías. En la ciudad hay que caminar con cuidado. ¡Prohibido amistarse con cualquiera! 

Otros dicen que la culpa hay que buscarla, más bien, en la formación tan técnica y tan poco humanista que reciben los jóvenes de hoy. En la actualidad –aseguran los sostenedores de esta hipótesis- se les enseña sobre todo a diseccionar licuadoras, computadoras y autos, pero no a relacionarse con los vecinos ni a convivir con ellos. De este parecer es Furio Colombo, el famoso escritor italiano, quien escribió así en uno de sus libros: «¿Qué tipo de inteligencia, qué tipo de personalidad es la que se pide hoy en día? Una personalidad que posee más aptitudes matemáticas que humanas… Esta personalidad es veloz, categórica, está dotada de una rápida intuición, pero carece de capacidad de diálogo: es sarcástica, agresiva y carente de todo sentido del humor».

«Es que la vida se ha vuelto demasiado compleja», dicen otros. «Si no hay tiempo ni para comer, ¿cómo vamos a tenerlo para platicar, convivir y hacer amigos?».

Se trata, sin duda, de explicaciones válidas. Hay mucho de cierto en cada una de ellas. Pero también es cierto que no es posible seguir viviendo como vivimos, es decir, tan distanciados los unos de los otros, tan encerrados en nuestros propios dominios y tan atormentados por nuestros propios demonios. 

¿Qué hacer para no convertirnos en esa clase de hombres que tanta repulsión causaban a Jules Verne? Ante todo, aprender nuevamente a sonreír. «La sonrisa -ha dicho alguien- es la distancia más corta entre dos personas». Sí, sobre todo eso, que es la mejor manera de acoger.  

La risa y la sonrisa no son signo de debilidad sino, ante todo, de profundidad. «He conocido pocos hombres de los llamados serios –escribe Gustave Thibon (1903-2001)- que no sean también superficiales; a un hombre profundo, en cambio, le cuesta mucho trabajo permanecer serio en todo».  

Cuando Fedor Dostoievski (1821-1881) llegó a aquella prisión siberiana cuya vida cotidiana cuenta en La casa de los muertos, pudo observar que si el lugar era a todas luces insoportable, lo era porque allí «nadie podía asombrar a nadie»: 

«Lo que más me llamó la atención desde mi entrada en aquel lugar –escribió, recordando aquellos años trágicos-, y lo recuerdo bien, fue el no poder encontrar nada extraordinario o, para expresarlo mejor, nada inesperado». 

Aquel mundo era un infierno que sólo dejaba de serlo en el momento en el que alguien sonreía. Sólo entonces el mundo adquiría otras tonalidades, haciéndose más colorido, humano y habitable. Al que sonreía –dice Dostoievski- uno podía acercársele sin temor: «Tal vez me equivoque –prosigue-, pero me parece que es posible conocer a un hombre por su risa, y que si al primer encuentro un desconocido nos sonríe de una manera agradable, es indicio de que tiene un fondo excelente». 

Desconfiemos de la gente demasiado seria: lo más seguro es que sólo quiera hacerse respetar, y por eso se pone tiesa. Nosotros, los cristianos, por el contrario, creemos que la ternura es más importante que cualquier otra cosa. No queremos infundir miedo; queremos, únicamente, recuperar lo que el mundo, a causa de su seriedad, ha perdido sin notarlo: la juventud, el corazón y los amigos. 

«Ustedes son la luz del mundo» (Mateo 5, 13), dijo un día Jesús a sus discípulos. ¿Y qué hace la luz además de iluminar? Dar calor. Así, un cristiano que no sea cálido, será todo lo que se quiera, pero cristiano apenas lo será a medias. O ni siquiera eso todavía…

 

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