¿Aspirar a la santidad es algo pasado de moda?

¿Lo que hace falta es recuperar la pasión por ser santos?



Si uno pregunta a algún chico cristiano católico qué aspira a ser, lo más seguro es que obtenga respuestas como “ingeniero”, “doctor”, “futbolista”, “empresario”, “agricultor”, etc. Es de esperarse. La profesión que uno escoja servirá para garantizar en el futuro la supervivencia propia y de la familia que se haya de formar. No faltará algún chico que matice su respuesta añadiendo algún comentario sobre los motivos de su expectativa. La rentabilidad financiera esperada del ejercicio de un profesión puede ser un motivador poderoso para elegirla. En estos casos es el deseo de hacer fortuna lo que guía la elección. Otros se basarán en las probabilidades de empleo relacionadas con la profesión. El deseo de tener trabajo seguro es la preocupación central. Otros, pocos, describirán su motivación en términos de servicio. Se elige la profesión que más ocasiones brinde de servir a los demás.

Todas esas respuestas, hay que reconocerlo, no deben sorprendernos. El ser algo, para un adulto, significa primariamente ser algo operacional; significa ser una persona capaz de hacer cosas. Ser alguien con capacidad para actuar sobre el mundo significa poder independizarse, depender del propio trabajo. Raro será el adulto cuya aspiración sea una meta cualitativa. Pocos se preguntan “¿qué clase de persona aspiro a ser?”. Pocos lo preguntan y probablemente también son pocos los que centran sus aspiraciones en llegar a ser una persona honesta, justa, sana, amable, demócrata, participativa, o alguna otra cualidad parecida. Lo normal es que la gente aspire a tener habilidades y capacidades, no cualidades. Y de que alguien responda diciendo que aspira a ser santo, ¡ni hablar! Sería interesante ver el rostro de los oyentes cuando escucharan a alguien decir que su aspiración es ser santo: “¿Nos estás tomando el pelo?”, “¿Cómo dices? ¿Que quieres ser santo?”. Inconcebible. Sobre todo en nuestra época.

Pero no siempre fue así. De hecho, gran parte del rápido crecimiento de la Iglesia durante los primeros siglos del Cristianismo se debió a que los cristianos, como narran los Hechos de los Apóstoles, “gozaban de gran simpatía ” entre la gente. Y esto se debía no sólo a los milagros que los Apóstoles realizaban, o a la grandeza de la doctrina que enseñaban, sino al género de vida de los cristianos, “admirable y hasta increíble” según lo describe la Carta a Diogneto. Era una vida de santidad, de perfección que, según la descripción aportada por del mismo documento, no sólo cumplía las leyes civiles a cabalidad, sino que las sobrepasaba. Aquellos cristianos tomaban muy en serio la necesidad de vivir como verdaderos discípulos de Jesús, lo cual significaba que estaban dispuestos a seguir su consejo de ser perfectos como su Padre celestial es perfecto. Ser ciudadanos modelo, capaces, además, de perdonar a quien los ofende e incluso de dar la vida por el ofensor, y todo eso vivido como respuesta a la fe en el Señor resucitado, era la máxima aspiración de los cristianos de antaño. Los Padres de la Iglesia animaban a sus comunidades a vivir santamente. “Acerquémonos al Señor en santidad de alma, con las manos puras y limpias levantadas hacia Él, amando al que es nuestro Padre clemente y misericordioso, que nos escogió como porción de su heredad” -recomienda San Clemente Romano-. Arístides de Atenas narra la actitud básica de los cristianos: “Observan exactamente los mandamientos de Dios, viviendo santa y justamente, así como el Señor Dios les ha mandado”. Es claro que el mejor testimonio del deseo de ser santos presente entre los antiguos cristianos era el valor que mostraban ante el martirio. “De la misma manera que la victoria atestigua el valor del soldado en la batalla, así mismo se pone de manifiesto la santidad de quien sufre los trabajos y las tentaciones con paciencia inquebrantable” define San Cirilo de Jerusalén.

Con todo, a más de un cristiano católico moderno la santidad o le tiene sin cuidado, o le causa pavor o, cuando mucho le parece una reliquia del pasado. San José María Escrivá reflexionó sobre esto: “La santidad: ¡cuántas veces pronunciamos esa palabra como si fuera un sonido vacío! Para muchos es incluso un ideal inasequible, un tópico de la ascética, pero no un fin concreto, una realidad viva”. ¿Las causas? El positivismo es la primera, acompañada del relativismo. Dios, o no existe o, si existe, es irrelevante. Todo lo relacionado con Dios, de modo especial la santidad, es igual de irrelevante. El temor es otra causa. La santidad no es gratuita; requiere de la virtud, de crear hábitos buenos, y de abandono en Dios. El sufrimiento y la autodisciplina espantan, sobre todo si debe uno depender de Dios, abandonando toda seguridad humana. Otros sólo conocen la santidad a través de empalagosas estampitas de santos y vetustas esculturas en los templos. Es lógico que la perciban como propia de tiempos idos.

¿Eran los cristianos de antaño distintos a los de ahora? ¿Qué los hacía aspirar a la santidad? ¿Qué nos falta hoy día para aspirar a lo mismo? Creo que la resurrección del Señor, y sus efectos sobre la vida personal, no son para nosotros, lamentablemente, algo tan real como para para ellos. La cercanía de la persecución y la posibilidad real del martirio, por otra parte, sólo adquirían significado para ellos desde la fe en la resurrección. El cielo era el premio a una vida santa. Nosotros, en vez de buscar sentido al dolor mirando a la Cruz, simplemente lo sofocamos con terapias y gadgets, y nos concentramos en satisfacernos aquí y ahora.

¿Quiere decir lo anterior que ya no hace falta aspirar a la santidad? ¿O lo que hace falta es recuperar la pasión por ser santos

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* Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no constituyen de manera alguna la posición oficial de yoinfluyo.com

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